Qué pasa cuando nos etiquetamos

Lunes a la noche. Estoy en medio de un caos doméstico. Miro la pileta de la cocina. Todavía están los platos del almuerzo, que tengo que lavar sí o sí para usarlos para la cena.

En automático, como en una especie de transe, agarro la esponja y la botella amarilla que tengo al lado. Hecho el líquido sobre la esponja. Sale demasiado líquido. Y es ahí cuando salgo del automático y grito: ¡No! ¡Esto es aceite! Acababa de generar un desastre peor que el que ya había.

La botella era similar, el color del líquido era similar. Pero claramente, el contenido era otro. Y yo no me di cuenta hasta que salí del automático.

¿Para qué te cuento esto? Mientras lavaba los platos entendí que esto es exactamente lo que nos pasa cuando nos auto-etiquetamos. Cierta vez nos propusimos una meta. Intentamos varias veces y salió todo mal (o por lo menos, no salió como esperábamos) y a partir de ahí nos pusimos una etiqueta del tipo: “No sirvo para pintar”, “Soy pésimo cocinando”, “Los deportes no son lo mío”, para terminar dictaminando que “No soy bueno para nada”. Así como nuestro cerebro generalizó que todas las botellas con líquido amarillo son detergente, también generalizó que, como muchas cosas me salieron mal varias veces, “nunca nada me va a salir bien”.

¿La buena noticia? Cuando salís del automático, podes cambiar la etiqueta por otra que te siente mejor. Podés decirle a tu cerebro: “En esta botella suele haber detergente, pero ahora hay otra cosa”. Podés decirle a tu cerebro: “Lo intenté muchas veces y salió mal, pero sé que puedo hacerlo mejor”.

Salí del automático. Cambiá el NO PUEDO por YO PUEDO y dejá de lavar los platos con aceite.

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