Charlaba con mi hija de 7 años sobre la caída de los dientes, algo que en un momento la tenía muy molesta. Hablábamos de que es cierto que, cuando los dientes se aflojan, molestan bastante. Después se caen y vuelven a crecer. Pero el diente que crece no es el mismo diente sino otro, que es más fuerte y más grande, y dura mucho más. Ella asintió con la cabeza y se fue a jugar, pero yo me quedé pensando en esto de aceptar que un diente se cae porque después va a crecer otro diente más fuerte. Y surgieron en mi mente algunas preguntas: ¿siempre aceptamos las pérdidas de esta manera?
¿Siempre soltamos con tanta facilidad lo que dejamos atrás, con la convicción de que lo que va a venir será mucho mejor?
Muchas veces nos aferramos con fuerza a situaciones, personas, trabajos y creencias que nos limitan, por miedo a lo que va a venir. Cargamos con mochilas innecesarias y muy pesadas, y de a poco nos vamos encorvando. Tanto, que nos resulta muy difícil poder mirar hacia adelante. Permanecer en esa zona de confort nos brinda seguridad, pero nos mantiene prisioneros. Desde esa prisión que nosotros nos creamos, vemos como inalcanzable la realidad que soñamos vivir. Y ahí es cuando empezamos a sentir la “incomodidad de la zona de confort”. Es como si empezara a crecer un diente nuevo sin que se caiga el diente de leche. Cuando el diente se cae, duele, pero duele mucho más si no se cae cuando ya no cumple ninguna función.
¿Qué pasa si abrimos las manos? ¿Qué pasa si soltamos y dejamos ir? Las pérdidas duelen, es verdad. Lo que dejamos atrás cuando avanzamos probablemente no vuelva, o no de la misma manera. Pero si seguimos aferrándonos a algo que ya no nos hace felices, ¿con qué manos vamos a tomar las nuevas oportunidades?
Si sentís estancando en el mismo lugar y no estás pudiendo avanzar, te propongo que pienses: ¿cuáles son los dientes que no dejas ir?